12 enero 2012

La pelota no dobla

Hoy jugué al fútbol. Quienes me conocen sabrán que fui feliz.

“Acordate: ésta es la Calle 10 y esa es Isaac Arias. Estamos a media cuadra de la Cancha Maracaná”. Desde que Ovidio me dio las directivas principales para ubicarme en el barrio alteño de Villa Dolores supe que esa canchita iba a ser un recurso para hacer sociales, como hizo el Evo recién llegado al Chapare desde Oruro.

A los cuatro años comencé a jugar al fútbol en una categoría más grande del club del barrio. Mis papás me contaron que a esa edad comencé a patear todos los muebles y, que la pelota y el club fueron el destino elegido para calmar mi manía. Era tan chico que en la víspera de mi primer partido de fútbol tuvo que entrar mi papá al vestuario: no me dejaba sacar los pantalones para ponerme los pantaloncitos del equipo. Lo que comenzó como un hobbie de chico, se terminó transformando en un placer y, luego, en adicción. Al principio jugaba sólo los domingos con la categoría ’85 (cuyo rango de edad era alrededor de cinco años). Cuando comenzó a jugar mi categoría, la ’86, jugaba dos partidos seguidos con ambos equipos. Más tarde pasamos a jugar a los sábados. Me destacaba, era bueno y todos decían que tenía futuro.

Cerca de los 10 años pasé a la cancha de 11. Para esa época ya jugaba los dos partidos de "baby" el sábado y el domingo el partido de cancha de 11. Al principio era uno de los buenos, pero pasando a otros clubes mejores, me terminé convirtiendo en uno más. Así fue hasta los 18 años cuando me dejaron libre y mi viejo me dijo: “Empezá a laburar”. Ser jugador de fútbol fue mi primera gran frustración. Me costó mucho dejar de entrenar todos los días y prepararme los fines de semana para los partidos. Viajar con el micro, la rutina del vestuario y correr tras la pelota fueron parte de mi vida durante más de una década. Los fines de semana post “colgar los botines” se volvieron vacíos y la pelota me acompañaba en los sueños. De hecho, hace unos varios meses soñé que volvía jugar.

Historia al margen, sabía que la canchita me iba a ayudar a socializar y esperé ansioso ese encuentro.

Sabiendo que la altura provee menos oxígeno, debía primero acostumbrar mi cuerpo a El Alto. El segundo factor que me limitaba era la ducha: transpiración de fútbol es sinónimo de baño. Este último factor no se dio: Ovidio aún no me arregló la ducha. Sin embargo, no podía esperar más y el día estuvo brillante para pelotear.

A las 16.45 puse fin a la desgrabación de la charla con Iván Iporre y me fui a cambiar. A falta de “cortos” (pantalones de fútbol) me puse una bermuda que remarcaba aún más mi condición de “gringo” (sería igual de ridículo usarla en Argentina). Ni bien salí dos chicos corrían haciendo paredes por la calle con la pelota. Llegando a la canchita les pregunté si podía jugar y me dijeron que dependía de los que estaban jugando desde antes (había otros ya en "El Maracaná"). Entramos y nos dijeron que sí. Dividimos los equipos: cuatro por lado. Me pidieron que eligiera, pero abrí el paraguas: “Soy más o menos. Encima la altura me va a matar. Pónganme con uno que sea bueno”. Me tocó con Jesús, Sebastián y Hugo (en orden de calidad de juego). Mis compañeros y rivales rondaban los 16 años, si bien parecían un poquito más.

El comienzo del partido marcó las dos facetas de complementariedad del país andino. Su costado “comunitario-originario” permitía que se jugaran dos partidos a la vez en la misma cancha (nosotros con una pelota amarilla y violeta -la que elegía mi cuñadito Rolfi para jugar al PES- y otro con pelota blanca) y más tarde se sumaría un tercero con pelota roja. Por el otro lado, su costado “capitalista-occidental”. “¿Jugamos amistoso?”, preguntó un rival con la camiseta de Bolivia. Me explicaron que “no-amistoso” implicaba jugar por plata y contesté que no, recordando que cada vez que pasábamos por una potrero mi viejo contaba que se juega por plata y siempre termina en quilombo.

El otro equipo era mejor. El de camiseta boliviana se llamaba Giovanni y era crack. En la primera que me enfrentó me tiró unas cuantas bicicletas y me pasó. Comencé bien, pero al primer esfuerzo, el aire faltó. Hace rato que juego intermitentemente (cada dos meses o más) y siempre me ahogo, pero esta vez la falta de aire comenzó a los cinco minutos. Respiraba sólo por la boca y el aire frío me quemaba en el pecho. Para colmo, sentía mis movimientos más torpes, lo cual supuse debía darse por la menor presión atmosférica (ojo que tal vez es excusa y tiro fruta). Me di cuenta que mi fortaleza estaba en la defensa y en la disciplina aprendida durante los años de fútbol: mi juego pasó por quitar y tocársela a Jesús.

Sabía que mi actuación valía mucho, la lógica del fútbol es bien burguesa-occidental: meritocrática y excluyente. Si mariconeaba con el aire o jugaba mal no iba a ser aceptado. Giovanni la continuó rompiendo y buscó varias veces tirarme un caño (mi condición de chueco y mi marca a piernas abiertas para cortar el pase llaman al “túnel”), pero no lo logró. Le corté unos cuantos mano-a-mano hasta que estando en el arco me bailó provocando la risa de varios. Jesús me dijo algo. No le entendí, pero supuse que me decía que a la próxima le diera guadaña. En el medio del juego, un chiquito de menos de 10 años que jugaba en el otro partido, parecido al “Chino” Luna, me dijo algo y escuché algunas risas. En otro momento se acercó un chico con una pelota de básquet y dialogó con Jesús. Deduje que negociaban por la cancha, la cual también permite jugar al “balón-mano”, pero al rato entró en lugar de Hugo. No existió negociación, el otro chico era sordo-mudo y estaban hablando para que entrara. Nunca había jugado al fútbol con un sordo-mudo.

El otro partido terminó y al ratito volvió el “Chinito Luna”.


- ¿Me perdonas por lo que te dije? - me preguntó.

- No sé qué me dijiste - le respondí sin quitar la vista de la pelota que la tenía Jesús

- “Que eras bien blanquecito” - largó con cara de pícaro


Llegamos al 7-5 a favor de ellos y cortamos. Quería jugar más, pero otra vez deduje mal. Otros chicos nos habían desafiado por “un quibo” (o algo así) y la cancha. El “quibo” significaba $BO 0,5. “No es nada", pensé y además teníamos a Giovanni que era crack. No podíamos perder. Jesús y Sebastián salieron, y quedé en el equipo de los cinco con Giovanni, Jefferson, el chico sordomudo que no supe su nombre (más tarde “Pablito” entraría en su lugar) y Brian al arco, que terminó atajando varias pelotas.

Los primeros diez minutos fueron duros. Comprendí que esos 0,5 bolivianos valían mucho, pero importaban más aún el prestigio y el orgullo de no perder en la canchita del barrio. Giovanni no pasaba tan fácil como antes y los otros jugaban. Me di cuenta de que era más alto que el resto y mi condición de ex “5 guerrero” (a lo Matías Almeyda) me tenía que dar una ventaja. Trabé varias veces y metí el cuerpo recordando antiguas marcas, hasta que al más grandote del otro equipo mucho no le gustó. La pelota se fue contra el alambrado, quedé de espaldas al grandote y me tocó de atrás. Hice lo que hacemos en Argentina: grité “Eh” y dando un saltito caí de espaldas. “Tranquilo, tranquilo”, se escuchó. Me levanté y le fui a dar la mano: no quería hacer debutar la Asistencia al Viajero.

Alrededor de la cancha había varias personas mirando. El partido atraía no sólo a chicos que estaban de vacaciones y encuentran en la cancha el punto para estar con otros y pasar los días, sino también a mayores que volvían del trabajo y miraban desde afuera. Si bien la atracción era Giovanni, sabía que mi “gringuitud” no pasaba desapercibida.

El partido siguió trabado hasta que de repente recibí en el círculo central de Giovanni y le pegué cruzado. Había muchos en el medio, la pelota pasó y cuando el arquero la vio ya era tarde: la "número cinco" entró al lado de su palo derecho (recuerden que es una cancha de babi por lo cual un gol desde el medio campo no tiene ningún mérito). Les di las manos a todos como en Argentina (si bien parece que acá no se estila) y ese gol abrió el partido. Giovanni siguió siendo crack, Jefferson acompañaba bien, así que aposté a ser el patrón de la defensa. De arriba ganaba porque era más alto y 15 años como “cinco tapón” me dieron un bagaje de cómo defender. Mi estilo no cambió: robaba y lo buscaba a Giovanni, como todo Boca busca a Riquelme. Cada tanto quería salir y pisarla un poco, pero, debo admitirlo, la pisada ya no funciona como antes y mis pulmones no se llevan tan bien con el aire como antes.

Ganamos 8-0 y terminó el partido (cuatro goles por cancha marcaba la regla). Esperamos en el medio, mientras el otro equipo revolvía los bolsos. El grandote, que era el líder, se hizo el boludo y el arquero vino directo hacia mí: no sé si por gringo o porque a la larga era el más grande. Me dio las monedas con actitud de humillación (el fútbol es fútbol en todos lados: perder toca el ego, y perder una apuesta en el barrio hiere el orgullo), le di la mano y le dije “bien jugado” para acompañar su orgullo herido, si bien el 8-0 marcaba baile.

Respetando la “autoridad futbolera” le di las monedas a Giovanni para que las repartiera entre “sus” jugadores. En una acto de demagogia, negué mi parte y fuimos a descansar. Los chicos compraron mini-sachets de yogurt bebible que se chupan como el “Naranjú” de la infancia y, en un segundo acto de demagogia, compré una Coca-Cola para el equipo.

Nos sentamos en el cordón y hablamos lo que la diferencia cultural y la vergüenza no nos había permitido hablar antes: me preguntaron de dónde era y qué hacía, la edad y hasta cuándo me quedaba, hablamos del servicio militar (acá aún perdura y en dos años ellos tendrán que hacerlo), de fútbol, de la escuela, de Argentina (sabían que la noche anterior había hecho una sensación térmica de 40°C lo cual habla de la omnipresencia mediática de nuestro país en Latinoamérica) e intercambiamos los clásicos “cómo se dice” en cada país: “cheto”, “culo”, “canchero”, “cachos”, “bancar” y “chocos” fueron algunos de los términos enseñados y aprendidos. Ahora que pienso no les enseñé el verbo que encanta afuera: “chamuyar”.

Nos pasamos a la cancha de 11 y, tras varios pases, Giovanni tiró “que alguien la quite”. Les dije que a eso lo llamábamos “loco” e intenté hacerlo funcionar a dos toques. Reinó la indisciplina y terminamos “loqueando” hasta que mis ojos ya no veían más en la oscuridad. Me despedí y así terminó la jornada. “Todos los días a las 4”, me dijeron. Agradecí la invitación a jugar y me dispuse a caminar hasta el kiosco para comprar víveres.

Mi piel está saladita, no hay ducha caliente (ni ducha fría, por supuesto) y tengo sonrisa post-fútbol.

Soy feliz.

1 comentario:

  1. Me mató tu nuevo grupete de 16 años y tu demagogia en negarte a tu parte. Lindísima la anécdota! Imperdible la última oración.
    Besos nene

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