24 enero 2017

Los domingos se gana (crónica de un robo)

Cuando viajo de mochilero, siempre tengo una idea clara: algo malo puede suceder. No es de yeta, sino la realidad. Una enfermedad, un objeto perdido o una tarjeta de crédito duplicada están a la vuelta de la esquina. Y creo que cuando uno está mentalizado así, recibe las malas noticias con menos dolor. Justamente por esto, la noche anterior le rezo a mamá para que me cuide y en el aeropuerto le digo a papá que lo quiero mucho. Nunca se sabe. La segunda idea es que cuando viajamos solos, la persona más importante de nuestra vida, en ese momento, es a quien tenemos al lado. Es el que te va a llevar al médico, el que te va a curar, el que te va a consolar y el que va a llamar a tu familia si pasa algo malo.

Tenía razón Vanessa, la alemanita. Tras nuestra despedida en Tulcán, necesitaba "un nuevo Luís Miguel", en referencia al amigo bogoteño con quien recorrí Santa Marta los primeros días de mi viaje. Y finalmente ese nuevo compañero llegó en Los Frailes.


- ¿Sos argentino?

- No, francés... ¿Caminamos hasta la salida? - desde la Playa de Los Frailes a la salida del Parque Nacional hay que caminar unos 30 minutos.

- Mejor voy a ver si consigo un auto... - pero no pasaba ninguno- ¡Ey, Francia, voy con vos!

- Soy Morgan.

Y así con Morgan nos volvimos de Los Frailes. Al día siguiente nos reencontramos en Ayampe. Y al otro en Olón. Hasta compartir habitación en Montañita. Con Morgan no sólo compartimos año de nacimiento, sino algo fundamental en una amistad: la frustración de haber querido ser jugadores de fútbol. Hay una cosa más también. Somos bastante parecidos físicamente. A veces siento que estoy frente a un espejo y, de hecho, nos han preguntado si somos hermanos.

La cuestión es que con Morgan llegué a Montañita. La primera vez que escuché hablar de esa ciudad de la costa ecuatoriana fue con un otro compañero de viaje español. ¿Se llamaba Iñaki? La verdad que no lo recuerdo, pero el catalán fue contundente: "Estuve una semana drogado. Tenía que irme o iba a terminar mal". La segunda vez que escuché hablar fue por el asesinato de las argentinas María José y Marina.

Mi primera impresión fue muy buena. Una ciudad-pueblo rústica con construcciones en bambú, techos de palma y una onda entre surfer, bohemio y hippie-chic. Puedo entender por qué a los jóvenes les gusta tanto esta ciudad que durante los fines de semana revienta la noche frente al mar.

Nuestra primera noche con Morgan en Montañita fue muy buena. Tal vez también porque fue nuestra primera salida en equipo. En cambio, la segunda, el sábado, fue regia entre tantos ecuatorianos y gringos. Imáginense que lo mejor de la noche fue que un gringo ebrio me quiso comprar mi camiseta de Francia de la Eurocopa 96 al precio que yo le dijera... Comimos una hamburguesa para el bajón y emprendimos la vuelta en la playa.

Es lindo caminar a la madrugada por las playas del mar ecuatoriano. Si bien no es como los amaneceres en el Atlántico, me gusta ver los restos de la noche, las parejitas que continúan el chamuyo o los hombres meando de paradito como aquellos dos que ni se inmutaron cuando les pasamos por atrás. Un amigo me contó que es muy linda la sensación mear de parado en el mar, escuchando el ruido del orín chocando con la arena húmeda y caminando para atrás para que no te alcancen las olas.

Ya faltan 350 metros para el hostel. Morgan tiró un whatsapp de las 5 de la mañana que no picó y caminamos juntos. Estamos tan solos en la oscuridad que se escuchan nuestros pasos en la arena. Pero no escucho solo dos personas caminar, sino cuatro. ¿Cómo que cuatro? Giro la cabeza. Detrás de Morgan un blanco morrudo con remera y gorrita blanca avanza a paso firme mirando hacia el piso. Debe estar muy mareado el tipo. Volteo un poco más y un negro alto con una remera de fútbol roja y negra camina con un palo de un metro. ¿Con un palo de un metro? Estamos solos con dos tipos atrás caminando rápido y con un palo de un metro... ¡Estos tipos nos quieren robar! Lo miro a Morgan que había seguido mi mirada y visto los dos tipos y le grito: "¡Corré!".

Lo que no fumamos se activa con lo que no tomamos y dos saetas de fuego pican por las playas de Montañita en dirección norte. Y atrás de ellos, los ecuatorianos que, efectivamente, son ladrones y quieren hacerse de los dólares de unos gringos. Al final, la camiseta de Francia terminó siendo un imán de chorros.

El argentino avanza del lado del mar, por la arena húmeda, gritando: "¡Ayudaaaaa! ¡Ayudaaaaaa!". Y el francés, hace lo propio por la arena seca hacia el hostel que está a 300 metros.

Miro atrás para ver qué tan cerca vienen. El más gordito quedó rezagado, pero me sorprende la habilidad del negro para correr tan rápido con el palo. Por mirar atrás, piso mal: "Olvidate de mirar, concentrate en correr, Damián".

Menos mal que, al igual que la noche anterior, me puse mis zapatillas para correr turquesas que uso en Parque Patricios. Con ojotas habría sido imposible. Y peor la noche anterior que habíamos terminado más jugados.

Veo el hostel a 200 metros, meto la diagonal y comienzo a abandonar la arena húmeda. Casi al mismo tiempo Morgan mete la diagonal contraria para agarrarse mejor en la arena mojada, pero unos segundos más tarde, se da cuenta de que la dirección hacia el hostel es hacia el otro lado y mete el freno... Y resbala. El hostel ya está a sólo 150 metros.

Estamos cada vez más cerca. Casi lo logramos, pero no veo lo que sucede a mis espaldas: el negro lo alcanza a Morgan y le pega a toda velocidad con el palo en la cabeza y con el impulso de la corrida lo rodea, mientras el gordito sigue avanzando a lo lejos.

Ya casi llegamos, doy vuelta la cabeza para ver dónde están nuestros seguidores y dónde está mi compañero, y veo la escena. Morgan está tirado en el piso, el gordito se acerca a 10 metros por detrás y, por delante, el negro levanta nuevamente el palo para hacerlo caer una vez más con fuerza sobre su cabeza. Morgan se cubre y siente el golpe en el antebrazo.

Para mí el instante transcurre muy rápido. Me acuerdo de la imagen de hace unos años cuando nos vinieron a robar con Nacho y Carlos, y salí corriendo y los dejé atrás. Esta vez no puedo hacer lo mismo. Es mi amigo francés, está en el piso y, viajando solos, nos tenemos el uno al otro. Meto el freno. Le tengo mucho miedo al palo del negro. Y también al morrudo. Le tengo miedo a todo. Mi primera opción es correr hacia el negro que lo tengo más cerca. Pero seamos sinceros: ¿se imaginan a mis pequeño-burguesas manitos de académico luchando contra lo que para mí es el Evander Holyfield de Montañita?

Mi segunda opción es menos racional. Salir hacia el malechor gritando: "AHHHHHHHHHH". Me pregunto si lo habré tomado de la descripción de los valientes corsarios franceses que describe Víctor Hugo en Los Miserables durante la batalla de Waterloo y leí hace tres días.

Que sea lo que Dios y la Pachamama quieran: "AHHHHHHHHHHH". Me acerco gritando al del palo con los brazos en alto. Gritá más fuerte, Dami, más fuerte: "¡¡¡AHHHHHHHHHH!!!". Así, desde el estómago. No estoy furioso. Estoy todo cagado y cada vez más cerca.

Y, de pronto, algo sucede. No sé si es mi vieja que me cuida desde el cielo o qué, pero el morrudo se asusta. Y deja de correr hacia Morgan y sale huyendo hacia el otro lado. El negro me mira, mira a su compañero que huye y mira a Morgan que se incorpora, se pone en guardia, copia la técnica del grito y vocifera entre su idioma y su mal español acentuando en la primera sílaba: "¿QUÉ PASO? ¿QUÉ PASO?". El francés le amaga una vez al ladrón. ¡Por fin un valiente! Amaga una segunda vez y yo repito mi arma: "AHHHHHHHHHHH".

El negro es vivo. Abandona a Morgan y va hacia el flanco más débil: yo. Dejo de gritar y giro para volver a correr en dirección al hostel. Pero estoy en la arena seca y trastabillo. Y el negro viene dando zancadas por la arena húmeda con el palo en alto. Logro hacer pie y justo me alcanza. Ahora es Morgan quien gira y ve cómo recibo el palazo justo debajo de la nuca, donde se le pega a los conejos para matarlos. El palo es hueco. Todo mi peso y el del golpe caen sobre mi tobillo derecho. Y en ese instante dependo de mi tobillo. Ese tobillo que vendé tantas veces, con el que sufrimos tantos caños. "Aguantá tobillo. Hoy te convertís en héroe". El tobillo logra amortiguar el impacto y la pierna izquierda avanza para estabilizarme, mientras mi rival cae por el esfuerzo y queda atrás.

Morgan me esperay me indica el camino esquivando un alambrado. El hostel ya está a 100 metros. Corremos con el francés directo a la habitación. Trabamos la puerta. Y nos abrazamos. Pecho con pecho. Como un gol en una final. Nos agradecemos muchos. La adrenalina baja muy lento. Siento un temblor en mis piernas...

¿Servirá esta anécdota para chamuyar gringas el resto del viaje?

Nos acostamos. Son las 5.35 de la madrugada del domingo. Nos fue bastante mejor que la tarde del sábado cuando perdimos un partido en la arena con arcos chiquitos contra dos alemanas de poquito más de 20 años y un ecuatoriano. Seguro porque éramos uno menos. Esta vez fuimos dos contra dos. Y ganamos. Y además es domingo. Tenés razón, Morgan: "Los domingos se gana".

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