19 septiembre 2017

Me llamo Santiago

Compañeros de historia,
tomando en cuanta lo implacable
que debe ser la verdad
quisiera preguntar...
me urge tanto.
¿Qué debiera decir?
¿Qué fronteras debo respetar
si alguien roba comida 
y después da la vida qué hacer?
¿Hasta dónde debemos 
practicar las verdades?
¿Hasta donde sabemos?
Que escriban, pues la historia, su historia 
los hombres del Playa Girón.
Silvio Rodríguez - Playa Girón


1996. Me llamo Santiago. Estoy en Lanús. Soy estudiante de quinto grado y mi mamá insiste en hacerme el corte taza. Cada tanto algún compañero me dice que tengo cabeza de hongo o que me parezco a Cristóbal Cólon. Se viene el Día de la Raza y mi curso es el responsable del acto. Soy elegido por votación unánime para interpretar a Colón (era cantado) y hago mi papel con mucha responsabilidad: bajo de las carabelas, piso tierra firme, me hago la señal de la cruz y voy a abrazar a mis compañeros que actúan de indios.

2007. Me llamo Santiago. Estoy en Buenos Aires. Mi amigo Nico es muy cosmopolita y me invita a cenar con su amiga japonesa Aika. La sopa asiática es horrible y cometemos el error de abusar del vodka. La salida es un desastre: Nico no llega a entrar al boliche y yo me vuelvo durmiendo en el 37. Me despierto dos paradas antes para vomitar. Adentro del colectivo, claro. La salida es muy buena: la amiga suiza de Aika me pasa su teléfono. Tiene un nombre poco atractivo: Nikolina. Y una gran hada en la espalda. Estudia antropología: qué al pedo estudiar antropología. Y hace trabajo de campo todos los días en una villa en Quilmes. ¿Para qué puede servir eso? En uno de nuestros últimos encuentros me dice que tiene que contarme algo malo. Me preocupo. Cree que tiene piojos y está casi segura de que me los contagió. Respiro. Con todos los bichos que me había imaginado, la opción de los piojos es la menos mala. Hacía años que no usaba Nopucid.

2009. Me llamo Santiago. Estoy en Potosí (Bolivia). Una compañera de la universidad me rompió el corazón y me vine de mochilero al norte. Es mi primer viaje solo. Cruzo la frontera hacia esa nada misma que es Bolivia y no paro de cruzar rostros y costumbres muy diferentes a las mías. Quiero conocer el Cerro Rico de Potosí, cuna de la mita y de la opresión de los colonizadores a los indígenas. Se podría construir un puente desde América hasta Europa tanto con toda la plata extraída de la mina como con los cuerpos de los indígenas muertos en condiciones de explotación. Veo rostros de 40 años en cuerpos de 20. El trabajo en la mina los hace mierda. La vida los hace mierda. La conquista los hizo mierda.

2010. Me llamo Santiago. Estoy en Tiawanaku (Bolivia). Mi amigo y compañero de viaje se enfermó a último momento y vuelvo a viajar solo. Recorrí Bolivia y Perú. Tras visitar Machu Picchu, me llega la noticia de la toma de posesión de Evo Morales, huyo de Arequipa esquivando un paro de transporte, busco hospedaje en La Paz entre las 12 y la 1 de la madrugada, y me rompen el orto para dormir en el suelo. Llego a Tiawanaku. La noche en el Altiplano es fría, bebo té con té alrededor de una fogata y amanezco rodeado de las 36 etnias indígenas del Estado Plurinacional de Bolivia. Me inundan los colores, las músicas, los instrumentos y las vestimentas. Sale Evo por el templo de Kalasasaya, suenan los pututus. Lo veo de lejos. Lo escucho. Estoy muy cansado. Me voy para atrás y dormito en medio del malón con el discurso de fondo.

2011. Me llamo Santiago. Estoy en FLACSO (Buenos Aires). Sigo con el golpe de Bolivia y deseo leer en profundidad a Antonio Gramsci: el tema de mi tesis será la construcción de hegemonía de los pueblos indígenas en Bolivia. El Profesor Miguel Ángel Forte me sugiere leer a Mariátegui: “El problema del indio es el problema de la tierra”. Renuncio a mi trabajo en la oficina para ir a hacer trabajo de campo a Bolivia. Mi tutor y ahora amigo Hervé me da clases de Bolivia vía Skype desde Francia. La tesis demorará tres años.

2012. Me llamo Santiago. Estoy en El Alto (Bolivia). La ciudad aymara me recibe con sus 3900 metros sobre el nivel del mar y vomito dos veces el primer día. Los dolores de cabeza por la altura no paran: durante la primera semana me despierto puntualmente a las 4 de la mañana con una vena que late en mi cabeza. Como si fuera un despertador. Soy pobre por primera vez en mi vida. No tengo agua caliente y me ducho tres veces durante todo enero porque en la altura hace mucho frío. Vivo con diarrea y como mal: termino mi viaje con 65 kilos. Termino con mi novia a la distancia. Me iba a traer plata desde Argentina, ergo, no tengo plata: saco por primera vez en mi vida un préstamo personal... en Bolivia. Cualquiera. Me fumo esa plata en una semana y saco un segundo préstamo. Cualquiera. Soy pastor de llamas y ayudo a una llama mamá a parir. Cago en el baño más grande del mundo: el monte. Me doy cuenta de que por primera vez veo mi materia fecal en su estado natural: es decir, sin estar sumergida debajo del agua. El resultado de mi trabajo de campo es muy bueno: hago 44 entrevistas durante un mes y medio. El resultado es bueno: no me mataron los cogoteros, unos delincuentes alteños que te ahorcan por la espalda para robarte. Nunca fui flogger, pero con tanta vida vivida en tres meses, me saco una foto en culo en la imponente cascada de El Vergel (si alguna vez me estigmatizan, me gustaría que usaran esa foto). Cuando vuelvo a Buenos Aires mi papá casi se pone a llorar en el aeropuerto de lo flaco que estoy.

2013. Me llamo Santiago. Estoy en Formosa (Argentina). Vine al encuentro nacional de pueblos indígenas para comprender mejor su situación en Argentina y conversar con Félix Díaz. Lo conozco al amigo Ponciano, quien me sugiere no hablar mucho sobre mi visita porque el gobierno etnocida de Gildo Insfrán es hostil. Marchamos con Félix, el pueblo qom y los otros pueblos por la ruta hasta la casa de Gobierno. Nos esperan policías con armas largas que cuando nos ven se apartan. ¿Y si a alguno se le escapaba un tiro?

2014. Me llamo Santiago. Estoy en Chiapas (México). Tras viajar tres semanas por tierras mayas y aztecas, me vine a la Escuelita de los Zapatistas. Por primera vez en mi vida me veo rodeado de gente con pasamontañas: “Para que nos vieran, nos tapamos el rostro”. Y es verdad: fueron ignorados por el Estado hasta que decidieron dejar de ser explotados por los terratenientes. Al entrar al Caracol de Morelia nos cruzamos con un paramilitar con una ametralladora. ¿Y si se arma quilombo en medio de la selva? Trabajo la tierra con el azadón, recolecto café y conozco muchos mundos posibles. Lo llamo a mi viejo después de 10 días sin contacto y me pasa con mi abuela porque no puede aguantar el llanto. ¿Eso es lo que sienten los padres cuando no saben dónde están sus hijos? De vuelta en Buenos Aires, junto a profesores y estudiantes organizamos las primeras jornadas indígenas de la universidad.

2015. Me llamo Santiago. Estoy en la comunidad mbya guaraní de Tamandúa (Argentina). Tras presentar una ponencia en un Congreso en Brasil, cruzo a la Argentina. Marcela y su familia me aceptan como uno más en su casa. Sus hijas son preciosas y paso 10 días con ellas intercambiando experiencias y jugando en el río. Vuelvo a trabajar la tierra. Me enseñan más sobre la agroecología y las artesanías. Me cuenta cómo luchan por mantener su lengua y no perder su cultura. Duermo en un cuartito y por las noches siento cómo las cucarachas caminan por mi cuerpo. Prefería los piojos. Al tercer día me acostumbro a las cucarachas, pero nunca me acostumbraré al gallo que está al lado de mi piecita y canta al primer rayo de luz. Al llegar a Buenos Aires, voy con mi mochila y el Raid directo a la terraza. Resultado: 14 cucarachas muertas.

2015. Me llamo Santiago. Estoy en la Av. 9 de Julio (Argentina). Los qom, los pilagá, los wichí y los nivacle levantan el acampe Qopiwini después de 9 meses de lucha. Voy a saludar a Félix que cuando me ve, sonríe y nos estrechamos en un inolvidable abrazo. Siento que es necesario pensar un periodismo especializado en la cobertura de las luchas y problemáticas de los pueblos indígenas.

2016. Me llamo Santiago. Estoy en el medio de la Amazonía (Brasil). Tras darle clases a casi 400 estudiantes brasileños durante tres años viajo a Manaos para conocer los pueblos indígenas de la selva. Me recibe la ex alumna y amiga Diana. Visito a la etnia mura y desde entonces la artesanía de un "galo do cerro" naranja cuelga de mi cuello. En otro viaje me dirán que en inglés se llama cock of the rock y es una de las aves más apreciadas del Amazonas. Los indios no paran de llamarme "antropólogo" a pesar de que niego serlo infinitas veces. Me hacen presentar en público. Me pongo nervioso, pero mi portuñol la rompe. Más tarde un indígena me dirá: "Mucho no te entendemos cuando hablás. Algunas cosas las adivinamos". Como pirañas y fariña (harina de mandioca) durante tres días. Muero de hambre, pero soy el primero al que le sirven la cena. ¿Que pasaría si en uno de los paseos me caigo al río Amazonas infestado de pirañas? 

2016. Me llamo Santiago. Estoy en Barreirinha (Brasil). Me interno aún más adentro en la selva. Gracias a Cleucinete y Rui viajo durante una hora en lancha para visitar tres días al pueblo sateré mawé. Apenas me conocen, pero me ayudan. No sé dónde estoy. Ya de vuelta en la ciudad, ni siquiera pude localizar el lugar con ayuda del Maps. Como tortuga, pescado y fariña. Veo las plantas de guaraná. Juego al fútbol con niños. Duermo colgado de una red. Los indígenas me cuentan que navegando en lancha más adentro de la selva hay otros pueblos que no hablan portugués y comen sapos. Hasta a ellos les da miedo. Pienso que el Amazonas es enorme. La Tierra es enorme. La tierra es vida. La vida es enorme. Mirá si no vamos a defender lo enorme. Mirá si no vamos a defender la vida. Mirá si no vamos a defender la tierra.

2016. Me llamo Santiago. Estoy en Buenos Aires. Junto a más de 20 compañeros  y colegas comprometidos con los pueblos indígenas -muchos de ellos admirados- escribimos un libro sobre periodismo y pueblos indígenas. Trabajamos muchos fines de semana. Un año después ese libro está en imprenta y creo que hoy es más imprescindible que nunca.

2017. Me llamo Santiago. Estoy en Quito (Ecuador). Quiero conocer a los valientes shuar y su lucha contra la explotación del petróleo en el medio de la selva. Mi amiga Alejandra me convence de que no vaya. Es peligroso y me puede agredir la policía. Por primera vez en mi vida me dejo llevar por el miedo y me voy a la playa. Una noche caminando por Montañita con mi amigo francés, nos quieren robar y nos pegan un palazo a cada uno. Pero sobrevivimos.

2017. Me llamo Damián. Estoy en El Bolsón (Argentina). Me cuentan que los mapuches están defendiendo su territorio frente al avance de Benetton y voy a solidarizarme con su causa. Soy artesano, veo la vida con otros ojos que la gente de la ciudad y sé que la tierra es vital para los pueblos. Cortamos la ruta, hace mucho frío y comemos torta fritas, mientras les enseño mis artesanías. Me explican su cosmovisión. A la distancia está gendarmería. Es de noche. Qué lindas se ven las estrellas desde el medio de la nada. Pasan las horas y amanece. Se escuchan tiros. Gendarmería avanza. “Corré”, me grita un hermano mapuche.

2016-2017. Me llamo Santiago. Estoy en Buenos Aires (Argentina). Fátima es boliviana y una de las peores alumnas de mi vida, pero en su firma de mail aparece una de las ONG más importantes de Bolivia. Dedica su vida a defender los derechos de los pueblos indígenas de tierras bajas y pasa más tiempo en la selva que en su casa. Me pide una entrevista meses después de haber finalizado la cursada. “Que pinta profe”, me recibe en una pizzería. “¿Esta me está chamuyando?”, pienso. Hablamos y tenemos muchas cumpas bolivianos en común. Tiene una enorme sonrisa, mucho carisma y le sobra pasión para acompañar las luchas de los indígenas. Me pide una segunda entrevista. No puedo, es diciembre de 2016 y estoy terminando un libro. Dos meses más tarde, nos reencontramos en La Paz y hablamos hasta la madrugada. Me voy a dormir. Nos reencontramos en Santa Cruz de la Sierra, le cocino, cenamos, bailamos juntos de madrugada y se va a dormir. Meses más tarde viene a Buenos Aires, pero estoy ocupado. Y ella también. Nos desocupamos. En un mes se vuelve a Bolivia, no vale la pena. No vale la pena. Sí vale la pena: pasamos su última semana en Buenos Aires juntos. Doy mis clases cansado y con sueño, pero con una sonrisa. Entre luna y luna hablamos de los pueblos indígenas, de los modelos de desarrollo, de la destrucción del TIPNIS, de la pacha, soñamos con un mundo más justo, discutimos, nos enojamos, marchamos por Santiago, repartimos volantes informando sobre el TIPNIS, sufrimos la victoria neoliberal hasta la madrugada. Vivimos. Antes de irse me deja una carta que iniciará mi último trabajo del doctorado. Me pide que entre tantas luchas, profundice la de los pueblos originarios y que ayude a entender. 


Pasaron 50 días y Santiago Maldonado no aparece. Veo cómo el Gobierno y los medios lo han estigmatizado y me duele. ¿Cómo se pueden decir tantas cosas feas de un desaparecido? ¿No piensan en su familia? Las balas me pican cerca. La mejor amiga de mi mamá, la única que tuvo la valentía para decirme que me despidiera antes de morir, critica a Santiago. Siento que me critica a mí. La prima de mi viejo hace lo mismo. Una vecina y un amigo del barrio de la infancia replican un mensaje de odio que circula en las redes. Una colega dice que quienes pedimos por la aparición de Santiago buscamos un muerto. ¿Realmente alguien puede pensar que marchamos para que nos hagan cagar de un tiro? 

Hablo de Santiago con todos mis cursos: ¿quién dijo que a los estudiantes no les interesa conversar sobre estos temas? Analizamos las coberturas periodísticas y conocemos juntos las definiciones de "desaparición forzada" según la ONU, Amnistía Internacional y el código penal. Dialogamos y hacemos circular la palabra. Un alumno está convencido de que al Brujo lo tiene su familia escondido en su casa. Me parece una barbaridad, pero como sé lo difícil que es no coincidir con un profesor, lo motivo a seguir defendiendo sus ideas. Algunos se niegan a recordar a Santiago cuando se cumple un mes de la desaparición y no lo hacemos, pero debatimos. Otro me dice que los mapuches son chilenos y me muestra un sitio de internet. Otra me pregunta qué hacía Santiago en la ruta. Otra me dice que está cansada de que pregunten por Santiago. Una profesora amiga me pregunta qué pienso. Le explico mis experiencias de los últimos años. “Pero vos no sos como Santiago”, me responde. La entiendo: para los ojos somos envases diferentes.

¿Me voy a enojar con todos ellos? Para nada. Pero sí me permito enojarme con el Gobierno y los medios que ante la desaparición forzada confundieron a la gente. Me llena de enojo y de tristeza. Pero intento no responder con el mismo veneno, aunque tengo el "¡Basta, hijos de puta!" en la punta de la lengua. Intento explicar cómo nos desinforman. Ojalá me equivoqué. Pero estoy convencido de que el poder político salió a defender al poder económico a través de la Gendarmería y ahora necesitan del poder mediático y el poder judicial para taparlo todo. Y si no se puede tapar, hay que confundir.

Hace 50 días que desapareció Santiago. No sé quién era, no sé cómo era, pero sí sé por qué estaba en la ruta: porque era solidario y se conmovía con el dolor de los demás. Estaba chupando frío en la ruta porque era un idealista que aprendió que para los pueblos indígenas la tierra es vital. Porque comprendió que los pueblos originarios son oprimidos desde la conquista de América. Porque así como en sus tiempos libres unos timbean en la bolsa, otros van al gimnasio, otros se encierran en un bingo, otros ven fútbol y otros juegan al candy crash, él pensaba en construir mundos mejores. Ni mejor ni peor que los otros.  Sólo diferentes modos de vivir la vida. Sólo seguía una pasión. Y a diferencia de muchos de nosotros, él ponía el cuerpo. Y siempre que se pone el cuerpo hay un riesgo.

Hace 50 días que desapareció Santiago. No sé quién era. Ni cómo era. Pero sé que somos compañeros de ruta. Que su lucha y sus luchas son las mismas luchas que las de muchos de nosotros. No sé si habrán cortado la flor de Santiago. No sé si algún día lo sabremos. Pero estamos a pocos días de la primavera. Y con su solidaridad está sembrando miles de flores que seguirán su lucha.

Lo que muchos sentimos con Mariano, muchos lo sentirán con vos.

Estés donde estés, gracias Santiago.



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